Post escrito por Aniko Villalba en exclusivo para TIJE Travel
Dicen que nuestra percepción de los lugares y espacios cambia con el tiempo: el ejemplo más común es cuando volvemos a algún lugar de la infancia y todo nos parece más chico. En nuestro recuerdo, ese patio era más grande que un estadio de fútbol, el árbol del fondo era una montaña y aquella habitación era un escondite secreto. Pero lo vemos con unos años más, y todo es distinto. Uno de los pocos países que visité en distintas etapas de mi vida es Uruguay: pasé veranos de mi infancia entre Punta del Diablo y Cabo Polonio, veranos de la adolescencia en Punta del Este e inviernos y primaveras de mis veinte entre Colonia, Montevideo y Piriápolis. En cada regreso encontré algunos lugares como los recordaba y otros muy distintos, aunque siempre familiares y cercanos.
Durante varios años, entre mis cuatro y mis diez años, pasé veranos en Punta del Diablo con mi familia. Mis recuerdos de esos días provienen de los álbumes de fotos y de las historias de mi papá: en las imágenes se veían casitas bajas, calles de tierra y mucha tranquilidad. Alquilábamos una casa con una familia uruguaya y yo jugaba con los chicos, tenía una tabla de surf miniatura —de telgopor, con el dibujo de un tiburón— y me pasaba horas barrenando en la costa. De vez en cuando íbamos al Chuy, en la frontera con Brasil, a hacer algunas compras, o a ver el atardecer a Cabo Polonio. No volví a Punta del Diablo desde entonces, pienso hacerlo este año. Sé que creció como destino turístico, aunque muchos me dicen que fuera de temporada sigue igual que hace veinte años.

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